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Cuando se extraña un chontaduro.

octubre 24, 2010

Para mi abuelita Alicia, en el décimo aniversario de la llorada más grande de mi vida por su fallecimiento.

Hay dos ciudades que han marcado mi vida, Popayán y Cali.

En Cali viví mi adolescencia aunque paradójicamente no tengo amigos de esa época, sólo recuerdos de situaciones.

En Popayán disfruté esa gloriosa época del ser estudiante universitario; allí si dejé amigos, un corazón, infinitas gracias y muchas alegrías.

Hoy, varios meses después de estar alejado de esas dos ciudades me he puesto a pensar en qué es lo que extraño de ellas, qué es lo que hace que me cueste tanto despertar cada día en una ciudad que no me acoge como hicieron aquellas dos capitales tiempo atrás.

De Cali podría decir que extraño la alegre paleta de colores que son los buses urbanos, o esas panaderías donde el aire está lleno del olor a pan de yuca gigante, pan cacho, buñuelos recién hechos y las vitrinas llenas de Leche San Fernando. No sé si lo que extrañe sean los paseos de río a Pance, en esos buses Blanco y Negro grandotes o ir a piscina en algún centro recreativo de Comfandi.

Puede ser que mi mente divague en ese recorrer la ciudad en un Papagayo ruta 6 escuchando Olímpica y tarareando mentalmente canciones de salsa que inexplicablemente me aprendía; pienso además en los almacenes La 14, llenos de vigilantes malencarados que lo perseguían a uno por todos los pasillos cuando entraba con el uniforme del colegio.

Quizás extrañe esas flores que según la canción son las caleñas, o el hecho básico y avasallador de saber que es en Cali donde vive mi familia, puede ser, no sé.


Con Popayán pienso que es más sencillo. Anhelo esas calles estrechas, rodeadas de paredes blancas que se vuelven de bronce cuando llega la noche; con la garganta hecha un nudo recuerdo esos atardeceres deslumbrantes que se repiten día a día renovándose en nuestros ojos. Y claro, como olvidar las empanaditas de pipián.

Recuerdo las noches de amigos y amigas (que tanta falta me hacen), el caminar por cuatro calles y saludar a diez conocidos cuando menos; atravesar ese Parque Caldas que parece una sala de recibo, lleno de árboles, flores y sillas bonitas llenas de viejitos amables, vendedores de cholaos y fotógrafos que parece que no envejecen.

O tal vez puede ser que mi alma grite por volver a Popayán porque fue allí donde estuve putamente enamorado, quién quita, puede que sea así de sencillo.

La respuesta puede estar alrededor del hecho que en la ciudad blanca de Colombia, en las esquinas de su histórico centro podía comer chontaduros, esos frutos fibrosos, exóticos y anaranjados que llenos de miel saben a felicidad.

Sí, creo que lo que más extraño es que allá, en esas dos ciudades de mi corazón la gente me saludaba y yo, feliz, podía comer chontaduros.

Valledupar, 23 de Octubre de 2010.