Acerca de mi amor por el fútbol, el América y el record de Sergio Galván Rey
El fútbol es una de mis pasiones aunque confieso que sólo sale a flote cuando el América de Cali, mi equipo favorito, está en las finales. He ido un par de veces al estadio y la sensación es única, se desata una emoción indescriptible y uno termina celebrando y abrazándose con gente que nunca antes en su vida había visto. El fútbol y sus pasiones colaterales son cosas raras, pero bonitas, son cosas del corazón como diría alguien.
Soy hincha del América desde que tengo uso de razón. Recuerdo que un día mi papá llegó con un balón y un uniforme que me quedaba muy bien a mis cinco o seis años, desde ese momento soy hincha de la ‘Mechita’, como se le llama también al equipo rojo de Cali.
A veces siento que es paradójico que una persona aficionada al fútbol sea a la vez tan malo para su práctica, pero bueno, el hecho de que a uno le guste algo no implica necesariamente que sea diestro en su ejercicio. Eso sólo para ilustrar que jugando soy un verdadero desastre, no obstante me gusta y cuando fui primíparo en la Universidad del Cauca, hace ya 12 años, lo practiqué con alguna regularidad. En años recientes jugué con algunos amigos, pero ya en canchas sintéticas y sintiendo el rigor del sedentarismo y los años, que aunque pocos, no llegan solos.
Hoy ha sido un día particular. Sergio Galván Rey, delantero del América, rompió el record de ser el máximo goleador en la historia del fútbol colombiano. Anotó el gol 218 que lo pone en la cumbre y yo fui testigo no presencial del hecho, pero como hincha del fútbol me emocioné mucho.
No imagino lo que debió sentir este señor además de una alegría indescriptible. El partido se jugaba contra el Junior de Barranquilla y a pocos minutos de acabar, con un América disminuido, afectado por la más profunda crisis financiera de los últimos años, con un jugador menos y un gol por debajo en el marcador, Sergio Galván anotó el empate, salvó la honra del equipo y de paso escribió una nueva página en la historia del deporte Rey, como su apellido.
Algún jugador, no recuerdo quién, se desplegó por la lateral, lanzó un centro que golpeó en un defensa del Junior y llegó lentamente a la cabeza de Galván. Sólo alguien con olfato de goleador y una gran experiencia sabe cabecear de la manera en que lo hizo, al piso. El balón se fue al fondo de la red y explotaron las gargantas de los miles de hinchas que estaban en el estadio, comenzando por la suya propia. Yo en la distancia celebré, esta vez en medio de hinchas del Junior que alcanzaron a mirarme despectivamente.
Y este episodio sirvió para recordarme como hace algunos años yo, en uno de mis fallidos intentos de ser futbolista amateur, anoté un gol. Como no podría describir la sensación de Galván, quiero describir la mía.
Se trataba de un campeonato inter semestres de la Facultad de Ciencias Contables, Económicas y Administrativas de la Universidad del Cauca. Yo estaba en primer semestre de Administración de Empresas y nos correspondía en el calendario un partido contra VI o VII de Contaduría. Estaba animado, por un lado porque venía practicando hacía varias semanas y por otro porque había sido incluido en la nómina, igual no había mucha gente para completar el equipo.
Recuerdo que no tenía guayos y un tío me prestó unos. Yo los miré y agradeciendo su amabilidad los guardé en mi maleta. Eran unos guayos viejos y gastados y de tanto tiempo que llevaban guardados estaban más duros que una piedra. Mi aspecto para ese entonces no era propiamente el de un futbolista, como tampoco lo es ahora. Era mechudo, flaco, encorvado y tenía las piernas blancas, además de flacas. Así, mi aspecto y mi caminado con los guayos que me torturaban a cada paso eran un espectáculo bastante… hilarante, por decir lo menos.
En fin, el juego comenzó y en vista de que el balón no me llegaba decidí molestar al árbitro del partido con reclamos inexistentes hasta que con un “cállese monito o le saco amarilla” disminuyó mi ánimo beligerante. Yo me dedicaba a correr de un lado a otro de la cancha y de vez en cuando le pegaba a la pelota y daba un pase de primera que me dejaba el pie adolorido por los guayos y el peso del balón. Siempre he valorado a los jugadores profesionales que son capaces de meterle la cabeza a esa vaina tan dura y pesada, no sé cómo lo hacen.
En fin, yo seguía con mi entusiasmo y al terminar el primer tiempo mis compañeros valoraban mis inútiles esfuerzos. El único que lucía fresco era yo, a los demás se les notabas las venas inflamadas y el sudor profuso en las camisetas y la frente. Íbamos cero a cero.
Rápidamente inició el segundo tiempo y el movimiento de la pelota seguía en uno y otro lado. No había mucho público pues jugábamos en una lejana cancha, -bastante deteriorada por el abandono- y las constantes amenazas de lluvia no permitían que alguien llegara a ver un partido que, en suma, no revestía mayor interés.
Después de muchos ires y venires de la bola, Teto, uno de los más habilidosos jugadores de nuestro equipo llegó con sus largas zancadas al área rival. Yo, como siempre, corría detrás de la pelota así que alcancé a ver cómo sacó un derechazo que el arquero apenas logró detener y ahí fue cuando todo sucedió. Uno no se alcanza a imaginar las cosas que ocurren en esas fracciones de segundo. El balón quedó flotando muy cerca del punto pénal, el arquero estaba vencido y era yo, con mis guayos viejos y tiesos quién tenía al frente la pelota, frente al arco inerme. En ese momento mis sentidos empezaron a funcionar como en cámara lenta, escuchaba una especie de ruidos sordos y veía la imagen borrosa de Teto, quien seguramente me gritaba un ‘pegale’ que yo no entendía. Cuando me di cuenta de la situación levanté mi pierna mientras empezaba a temblar con todo el cuerpo, se me secó la garganta y sentí que las fuerzas se me iban. Estábamos cero a cero y yo tenía toda la oportunidad del mundo para cambiar la historia, una historia absurda sin duda, pero la tenía.
Mi pie se suspendió en el aire segundos eternos, hasta que lo descargué con toda la energía que los nervios me permitieron, con tan mala suerte que ridículamente clavé el guayo duro en el piso aún más duro de la cancha. Chistoso y doloroso. Afortunadamente la inercia logró que le pegara a la pelota, que con la fuerza mínima, pudo meterse caprichosamente en el fondo del arco.
Mis compañeros se reían, más por lo gracioso del hecho que por saber que marcábamos la diferencia y a la postre ganaríamos el partido.
Cuando volví en mí corrí hasta el centro de la cancha, Teto corría detrás de mí y seguramente vio como yo, para celebrar me tiré de cabeza y di una vuelta canela, quizás una de las celebraciones más estúpidas en la historia del fútbol, pero bueno, fue mi gol y mi celebración. Hoy Galván, con 217 goles más que yo, celebró y sonrió, como yo lo hice 12 años atrás.
Valledupar, 25 de abril de 2010